viernes

Texto de Boris Espezúa Salmón (Puno)

Uruy Uros: La Danza de los Peces


 La danza es dirigida.
Y solo el elegido vé. 
(...) la sangre pétrea y solar.

John Martinez


En medio del Lago Titikaka, donde pululan los verdes Moscardones, en una isla donde duerme el sol, los balseros Puli-pulis se desembarcan,
forman tres filas, una de hombres, otra de mujeres y la tercera de piedrecillas para convocar a los espíritus ausentes.
Empiezan a colgar sus collares de Peces diminutos alrededor del cuello y cuelgan también pequeñas balsas de totora en sus pechos, para disponerse a danzar al alba y adorar a las aguas del sagrado lago.

En medio de la danza elaboran el chuño, pisando la papa con gruesas capas de hielo, en la escarcha todavía se refleja el ojo morado de la noche,
teniendo de guardianes a Perros blancos contra los malos augurios. Los Peces sin ojos viven en el fondo del lago y sueñan con ver la luz que se enreda en la tierra y amarra los espíritus liberados, aquellos que van al picoteo dentro del reyno de la levedad, donde carambolas absurdas y endiabladas se esfuman en el aire.
La fiesta ocurre dentro de la carne, dentro del torrente sanguíneo que enrojece la sombra. Dentro de mí, baila una aguja de dolor de siglos que no termina de hincarme.
La danza llaga en los dedos de mis pulsiones, en los altos de mis sudores, en los táctiles rumores fiestos de mis quebrantos.

 Kusillo:
 Soy un demonio feliz, tengo el cuerpo recosido, roto,
 con la luz de mis pulsiones con flecos de cuero de
 segunda donde están las salpicaduras de las moscas.
 Salgo todos los setiembres y los febreros a desbalancear
 mi cuerpo y a desbaratar mi cabeza, por el hemisferio lateral.
 Llevo el resplandor de una llave oxidada para abrir alguna
 puerta que guardo para el futuro con un solo recuerdo
 que tiznea mis ojos.

Si el cielo está lleno de estrellas está abierto y acogedor a junio, que es el mes de las heladas de donde sale el buen chuño.
También alrededor de un cactus macho que sirve de santuario se rotura la tierra para asegurar la cosecha.
Se arroja al atardecer algunos chuños ya elaborados en las bravas aguas de la Mamakota para pagar el suelo bendecido.

La tierra dialoga con los astros chacareros, mientras la luna pasa por el cenit y el nadir, el lucero del danzante cruza los equinoccios y los solsticios.
El danzante que además es cazador de aves submarinas y peces voladores, ofrenda su danza al padre sol,
se arrodilla y llena sus manos con un puñado de tierra, que va rociando a sus costados.
Amarra hojas de coca y conjuntamente con la tierra lo entierra con tres escupitajos en un pequeño montículo hablando su lengua antigua.[1]

Hay algo de sagrado en esas ruinas que han acumulado en el pecho, es un apéndice astillado en los arrebatos de los excesos, en los remolinos del corazón, en las costuras de la sombra herida, en el espacio que he desarropado por vestir al aire.
Oteando por el viraje del viento, por el oleaje de los ensueños, los ocasos que me destruyen con su belleza baldía desde adentro.

Hay que buscar al Pez mayor bailando debajo de la lengua, hay que asegurarse que su sombra no se separe del desmelo de sus sueños y termine siendo un ripio Pez.
Para ello los pies en su ofertorio, se elevan a la altura de su fe. Más allá de su cabeza donde tiene un atuendo con plumas oscuras de Parihuana.
Las edades se juntan en la frente, se temporalizan los movimientos y al ritmo de los quenachos vuelan las aves de su pecho,
dando una invocación a los espíritus, clamando venir la lluvia, que reverdezca los sueños y que llene el hambre partido y desértico.

La danza tiene su lengua mojada de tempestades y paraísos, dos quebrantos que parten el sabor de sus anagramas, de su vocabulario indecible.
El báculo de los danzantes surca y corta el aire al ritmo del tambor para no voltear los sueños.
Para guardar en sus lenguas fardos enmudecidos, como cielos violados por tormentas en desdicha.
Es la lengua que se anuda de nuestros antepasados desde la profundidad pulmonar de nuestras heridas que estremece el fuego con su látigo que viene de lejos, como un duro sopapo del viento.
Esa lengua quitasueños, abre el corazón donde el grito despierta de a pocos con el ojo de una Mosca, ojo ciego que tiene la sabiduría de las sombras.

 Kusillo:
 Mi sombra adelgaza todos los días, cuando
 debajo de la noche y del aguacero tiembla
 el cuerpo.
 Tengo la mano encallada y voy dando vueltas
 en las danzas en un tiempo que me desconoce y
 me trata como una escarcha. Los Anchanchos son
 mis antepasados, quienes perviven en mis genes,
 donde corren las memorias oyendo el esperado
 llamado de Wiracocha. Se oyen violines en el aire
 y mi jodido parentesco con la nada se esfuma.

Esta lengua arroja sus Mastodontes rupestres, los primeros camélidos con su saliva sagrada.
Es lengua de danzante grotesco, infinitamente soledoso que como bola de fuego, rueda desde su arqueología para aplastar los universos. Es lengua de azahares sórdidos, lengua de perfumes alucinados.
Somos los danzantes sin nostalgia que nos zigzagueamos con el modal del cosmos.
Cuando el mal greda desprovisto, el espíritu zarandea sus figuraciones sin límites con su propia energía enciende los espectros del desahogo y la letalidad.

Los pies nuevamente se elevan a la altura de la fe. Se apura la danza para no salar su efecto y desatar más bien un cielo para que cargue en sus nubes la lluvia y sus curaciones a la tierra.
Una Mariposa que se posa en la piedra batiendo sus alas, confirma el éxito del rito, la buena vibra de los espíritus, junto a una Lombriz que se hunde en la tierra.

Los pies dejan de elevarse, en señal de fe el danzante cruza los brazos y abraza extinto al sol que ya se oculta,
cae de rodillas y de sus manos abiertas vuelan a contraluz las Aves blancas de su plegaria, hablando su lengua antigua. 
Hasta que el sol que amarra todos los misterios, de costado desata una tormenta, a la altura de la fe del danzante de la lluvia.
Los Peces se ocultan para romper el hechizo de que una salamandra aparezca a media noche en algún cuarto de totora para morder mortalmente el cuello de los infieles.
Los Peces se ocultan también cuando danza el céfiro, en su calentura y hace atravesar la noche para enfriarse de madrugada al filo de los verticales aguaceros.

 Ayarachi:

 Se danza mimetizándose con la naturaleza
 inspirado en el movimiento de las olas
 cadenciosas y ritualistas.
 Las danzemas de esos pasos, repiten el rito
 de hace muchos siglos: Sacralizar el dolor y
 hacer del tiempo un Erizo en la garganta.

Los Peces resbalosos tienen relámpagos en los pies y agradecen a la naturaleza por el alimento. El sol ya no danza en los trapecios de tus ojos.
Las aguas se tiñen de rojo cuando los danzantes derraman el chokori o el tinte que han mezclado con hojas y sangre de Gaviotas.
Así la Rana gigante que habita en el fondo del Lago sagrado, procurará la multiplicación de los Peces.
Los pescadores mezclan el chokori con barro para pintarse el rostro, los brazos y las piernas,
y asemejarse a la naturaleza pintada de magia que nos rodea, mientras los Perros blancos también danzan con el crepúsculo en la orilla, saludando a las nuevas aguas fértiles.[2]

Caída la tarde la espesura de la luz trinca todavía con el taconeo de la luna, cuando aparece la noche en el vértice del horizonte.
La danza de los Peces clava al aura sus últimas palabras, con su latido de soplo, sin su queja de olor a pescado, con un sol enterrado, picoteándome los ojos.
En algún lugar Manco Cápac hace reventar una ola gigantesca al intemperie, haciéndola caer en forma de paraguas con sus cristalinas chispas artificiales, que con aplausos salpicantes de agua, se despiden de su milenaria danza.


Boris Espezúa Salmón (Puno, 1960)

Es abogado y profesor egresado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
 Tiene publicados los siguientes libros: A través del ojo de un hueso (1988), Tránsito de Amautas y otros poemas (1990), Alba del pez herido (1998), Tiempo de cernícalo (2002).
El año 2009 obtuvo el Premio Internacional Copé de Oro, con el poemario: Gamaliel y el oráculo del agua.
 El texto reproducido aquí pertenece al libro Máscaras en el aire








[1]Santiago: El hombre con la máscara cree haber asimilado el poder animal, cree y se convence que siendo otro es verdadero y pleno, para realizarse en su inauténtico mundo, es el otro que desvanece el yo.

[2] Santiago: Rompiendo los arrecifes el Pez de oro saldrá de un Caracol, y el tiempo silbará de nuevo a los eclipses lunares, para el nuevo polen, para el nuevo cuerpo de azufre, para el nuevo rostro iluminado.