Uruy Uros: La Danza de los Peces
La danza es
dirigida.
Y
solo el elegido vé.
(...) la
sangre pétrea y solar.
John
Martinez
En medio del Lago Titikaka, donde pululan los verdes Moscardones,
en una isla donde duerme el sol, los balseros Puli-pulis se desembarcan,
forman tres filas, una de hombres, otra de mujeres y la
tercera de piedrecillas para convocar a los espíritus ausentes.
Empiezan a colgar sus collares de Peces diminutos alrededor
del cuello y cuelgan también pequeñas balsas de totora en sus pechos, para
disponerse a danzar al alba y adorar a las aguas del sagrado lago.
En medio de la danza elaboran el chuño, pisando la papa
con gruesas capas de hielo, en la escarcha todavía se refleja el ojo morado de
la noche,
teniendo de guardianes a Perros blancos contra los malos
augurios. Los Peces sin ojos viven en el fondo del lago y sueñan con ver la luz
que se enreda en la tierra y amarra los espíritus liberados, aquellos que van
al picoteo dentro del reyno de la levedad, donde carambolas absurdas y
endiabladas se esfuman en el aire.
La fiesta ocurre dentro de la carne, dentro del torrente
sanguíneo que enrojece la sombra. Dentro de mí, baila una aguja de dolor de
siglos que no termina de hincarme.
La danza llaga en los dedos de mis pulsiones, en los
altos de mis sudores, en los táctiles rumores fiestos de mis quebrantos.
Kusillo:
Soy un demonio feliz, tengo el cuerpo recosido, roto,
con la luz de mis pulsiones
con flecos de cuero de
segunda donde están las
salpicaduras de las moscas.
Salgo todos los setiembres y
los febreros a desbalancear
mi cuerpo y a desbaratar mi
cabeza, por el hemisferio lateral.
Llevo el resplandor de una llave
oxidada para abrir alguna
puerta que guardo para el
futuro con un solo recuerdo
que tiznea mis ojos.
Si el cielo está lleno de estrellas está abierto y
acogedor a junio, que es el mes de las heladas de donde sale el buen chuño.
También alrededor de un cactus macho que sirve de
santuario se rotura la tierra para asegurar la cosecha.
Se arroja al atardecer algunos chuños ya elaborados en
las bravas aguas de la Mamakota para pagar el suelo bendecido.
La tierra dialoga con los astros chacareros, mientras la
luna pasa por el cenit y el nadir, el lucero del danzante cruza los equinoccios
y los solsticios.
El danzante que además es cazador de aves submarinas y
peces voladores, ofrenda su danza al padre sol,
se arrodilla y llena sus manos con un puñado de tierra,
que va rociando a sus costados.
Amarra hojas de coca y conjuntamente con la tierra lo
entierra con tres escupitajos en un pequeño montículo hablando su lengua
antigua.[1]
Hay algo de sagrado en esas ruinas que han acumulado en
el pecho, es un apéndice astillado en los arrebatos de los excesos, en los
remolinos del corazón, en las costuras de la sombra herida, en el espacio que
he desarropado por vestir al aire.
Oteando por el viraje del viento, por el oleaje de los
ensueños, los ocasos que me destruyen con su belleza baldía desde adentro.
Hay que buscar al Pez mayor bailando debajo de la lengua,
hay que asegurarse que su sombra no se separe del desmelo de sus sueños y
termine siendo un ripio Pez.
Para ello los pies en su ofertorio, se elevan a la altura
de su fe. Más allá de su cabeza donde tiene un atuendo con plumas oscuras de
Parihuana.
Las edades se juntan en la frente, se temporalizan los
movimientos y al ritmo de los quenachos vuelan las aves de su pecho,
dando una invocación a los espíritus, clamando venir la
lluvia, que reverdezca los sueños y que llene el hambre partido y desértico.
La danza tiene su lengua mojada de tempestades y
paraísos, dos quebrantos que parten el sabor de sus anagramas, de su
vocabulario indecible.
El báculo de los danzantes surca y corta el aire al ritmo
del tambor para no voltear los sueños.
Para guardar en sus lenguas fardos enmudecidos, como
cielos violados por tormentas en desdicha.
Es la lengua que se anuda de nuestros antepasados desde
la profundidad pulmonar de nuestras heridas que estremece el fuego con su
látigo que viene de lejos, como un duro sopapo del viento.
Esa lengua quitasueños, abre el corazón donde el grito
despierta de a pocos con el ojo de una Mosca, ojo ciego que tiene la sabiduría
de las sombras.
Kusillo:
Mi sombra adelgaza todos los días, cuando
debajo de la noche y del
aguacero tiembla
el cuerpo.
Tengo la mano encallada y voy
dando vueltas
en las danzas en un tiempo
que me desconoce y
me trata como una escarcha.
Los Anchanchos son
mis antepasados, quienes
perviven en mis genes,
donde corren las memorias
oyendo el esperado
llamado de Wiracocha. Se oyen
violines en el aire
y mi jodido parentesco con la
nada se esfuma.
Esta lengua arroja sus Mastodontes rupestres, los
primeros camélidos con su saliva sagrada.
Es lengua de danzante grotesco, infinitamente soledoso
que como bola de fuego, rueda desde su arqueología para aplastar los universos.
Es lengua de azahares sórdidos, lengua de perfumes alucinados.
Somos los danzantes sin nostalgia que nos zigzagueamos
con el modal del cosmos.
Cuando el mal greda desprovisto, el espíritu zarandea sus
figuraciones sin límites con su propia energía enciende los espectros del
desahogo y la letalidad.
Los pies nuevamente se elevan a la altura de la fe. Se
apura la danza para no salar su efecto y desatar más bien un cielo para que
cargue en sus nubes la lluvia y sus curaciones a la tierra.
Una Mariposa que se posa en la piedra batiendo sus alas,
confirma el éxito del rito, la buena vibra de los espíritus, junto a una
Lombriz que se hunde en la tierra.
Los pies dejan de elevarse, en señal de fe el danzante
cruza los brazos y abraza extinto al sol que ya se oculta,
cae de rodillas y de sus manos abiertas vuelan a
contraluz las Aves blancas de su plegaria, hablando su lengua antigua.
Hasta que el sol que amarra todos los misterios, de
costado desata una tormenta, a la altura de la fe del danzante de la lluvia.
Los Peces se ocultan para romper el hechizo de que una
salamandra aparezca a media noche en algún cuarto de totora para morder
mortalmente el cuello de los infieles.
Los Peces se ocultan también cuando danza el céfiro, en
su calentura y hace atravesar la noche para enfriarse de madrugada al filo de
los verticales aguaceros.
Ayarachi:
Se danza mimetizándose con la naturaleza
inspirado en el movimiento de las olas
cadenciosas y ritualistas.
Las danzemas de esos pasos, repiten el rito
de hace muchos siglos: Sacralizar el dolor y
hacer del tiempo un Erizo en la garganta.
Los Peces resbalosos tienen relámpagos en los pies y
agradecen a la naturaleza por el alimento. El sol ya no danza en los trapecios
de tus ojos.
Las aguas se tiñen de rojo cuando los danzantes derraman
el chokori o el tinte que han mezclado con hojas y sangre de Gaviotas.
Así la Rana gigante que habita en el fondo del Lago
sagrado, procurará la multiplicación de los Peces.
Los pescadores mezclan el chokori con barro para pintarse
el rostro, los brazos y las piernas,
y asemejarse a la naturaleza pintada de magia que nos
rodea, mientras los Perros blancos también danzan con el crepúsculo en la
orilla, saludando a las nuevas aguas fértiles.[2]
Caída la tarde la espesura de la luz trinca todavía con
el taconeo de la luna, cuando aparece la noche en el vértice del horizonte.
La danza de los Peces clava al aura sus últimas palabras,
con su latido de soplo, sin su queja de olor a pescado, con un sol enterrado,
picoteándome los ojos.
En algún lugar Manco Cápac hace reventar una ola
gigantesca al intemperie, haciéndola caer en forma de paraguas con sus
cristalinas chispas artificiales, que con aplausos salpicantes de agua, se
despiden de su milenaria danza.
Boris Espezúa Salmón
(Puno, 1960)
Es abogado y profesor egresado de la
Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Tiene
publicados los siguientes libros: A
través del ojo de un hueso (1988), Tránsito de Amautas y otros poemas (1990), Alba del pez herido (1998), Tiempo de cernícalo (2002).
El año 2009 obtuvo el Premio Internacional
Copé de Oro, con el poemario: Gamaliel
y el oráculo del agua.
El texto
reproducido aquí pertenece al libro Máscaras
en el aire.
[1]Santiago: El
hombre con la máscara cree haber asimilado el poder animal, cree y se convence
que siendo otro es verdadero y pleno, para realizarse en su inauténtico mundo,
es el otro que desvanece el yo.
[2] Santiago:
Rompiendo los
arrecifes el Pez de oro saldrá de un Caracol, y el tiempo silbará de nuevo a
los eclipses lunares, para el nuevo polen, para el nuevo cuerpo de azufre, para
el nuevo rostro iluminado.