martes

8 textos inéditos de Víctor Sosa (Uruguay)

Foto: Rocío Fuentes

In memoriam Coyolxauhqui

                                                                             No alzarás jaguar contra tu madre. Contra grávida madre –desde su ombligo en plumas, desde su fértil barro sudoroso–, la mano matricida no alzarás. Mas fue serpiente en parto, saltando útero fuera, decapitando hermana a ofidio fuego en fratricidio desmembrando aorta, morenos muslos púberes rodando. No alces, le dijeron, mas la celosa altiva alzó contra la madre, la enorme madre que pariendo guerra serpeó sobre lo aleve de la garra, de la réproba hija que se alzó. Pedazos, desmembrados pedazos femeninos que hoy en lunar filoso evacua menstruo. Huitzilopochtli, hijo –agradecida dijo entera madre. Mientras arriba desmembrada hija alumbra en Luna ira madre y sangra. 


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                                                                                           Las jirafas duermen poco. Comparadas con los humanos o los topos, las jirafas duermen muy poco. Pliegan sus patas, las jirafas, como si fueran una tabla de planchar; plegables en sí dormitan sobre la sabana con el entreabierto ojo al predador. Un caso extremo de sueño breve, las jirafas. Sólo duermen durante unos minutos. A lo sumo una hora a todo lo largo de la lenta noche. Necesitan más de diez segundos para erguirse –desplegarse– sobre sus delgadas patas en el aire; diez segundos en la noche veloz, es mucho. Pese a todo, duermen. Se adaptan como Darwin, las jirafas. De no ser tan singular su anatomía, tan inoportuna (diez segundos y el tigre, diez segundos, la zarpa). De no ser así su sueño breve, la evolución hubiera suprimido, tal vez –comparadas con los humanos o los topos–, las jirafas.


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                                                                                                                     Allá ella. Entre ese litoral de arena y ola, de sal y piel al sol, de pie, descalza. Allá ella entre juncos. En su ínsula sola, cormoranes; palmeras y a la sombra el pie propenso, el bucle de los dedos y ante la brisa el cuerpo en extensión de poros y propenso. Entre esa música –entrando ahí– allá ella respira y al unísono olas; atardeceres, líquenes, las olas. Largas tardes sus piernas. Un cántaro en la voz, un entre dientes cántaro la voz, sudores resbalando por alazanes muslos, en la voz. Ella en su playa y más acá, sedente, enrejado en lo afásico del vértigo, mortal y exhausto el que la mira, dónde.


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“¡Soy el rey de la vida!”, grita un niño en el columpio de la Plaza 2 de mayo en Madrid, mientras leo estos versos de Kathleen Raine citados por Richard Dawkins: “El cielo le dijo a mi alma: ¡tienes lo que deseas! Este mundo lo compartes con la flor y con el tigre.” Y el niño, en el columpio, es el rey de la vida.


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                                                     Avanzan sobre huertos los grandes paquidermos. Sobre las cuidadosas hortalizas, silenciosas simientes, pisando cotiledones, paquidermos. Avanzan corvos, álgidos, alfiles, y en su furioso miedo aplastan nardos, arrozal, acerolos. Huyen de los incendios, de los grandes glaciares, los incendios. De la insatisfacción, los elefantes, su tan ralo pelambre entre la arruga, su tan tranquila incuria y de repente. Huyen del meteorito, de los hombres, del ave lira horrible y en las patas –debajo de las patas– los roedores. Braman, roncos, barritan, y así tremiendo Brahma treme el orbe. Todo el planeta en su gerundio inquieta, girando incontenible y marabunta, los álgidos alfiles, paquidermos.  


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In memoriam México sismo 1985

Debajo del derrumbe, debajo de los tezontles y antracitas, aún las uñas, creciendo para nada, de los muertos. Sobre pálidos dígitos –dedos en yemas ya apagadas–, entre cutículas las uñas, el suave calcio impúber de las uñas contra el torcido retruécano del hierro. Ante las tapiadas dentaduras los dedos son que cantan. Ante los trisados cristales en la tráquea –punzante estalactita al paladar–, los dedos son que en réquiem se derraman hacia una luz difusa, hacia ese resplandor que el polvo espesa. Cuerpos abrazados al basalto. Desmembrados pezones y prepucios y entre los cascabeles Coyolxauhqui. Debajo de los siglos y en la sima, en las raíces sísmicas del Templo –jade que en jaguar jadea lava–, latentes, homicidas, alzando luna uñas contra el sol.  


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                                                                                                   El circuito del temor. Se trata del nervioso circuito del temor. Del ala de la amígdala en alarma golpeando en el estrépito postigos. La voz que ahí se aguza, la voz castrati al miedo que se aguza como de vidrio un piccolo horadando la usurera espesura del temor. La corteza auditiva hace su hipótesis: piensa oyendo si huir, si humedecer las sábanas de miedo en hormonal torrente o en asalto espeso asir el ruido, rugiendo ante el trastorno del temor. De ahí el tensor del tríceps, la activa dopamina muscular, minada la confianza en el rigor, en la tan tensa calma previa al grito; enlamada mirada que no ceja en espesa, ocular dilatación. Qué lucha quieta en todo nos recorre. ¿Qué aguza la corteza? Se trata del estrépito, postigos; caballos desbocados y postigos. Del nervioso circuito aquí se trata –¿ahora queda claro?– del temor.


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                                                                                          Las manos sobre el fuego. Las delicadas, blancas sobre fuego. Porque alguien dijo arriba en tono cauto, conminándolo, cauto: Yo no pondría las manos sobre el fuego –dijo. Y entonces él sobre el volcán, sobre esos transversales lahares altos, sobre llameante Ganges siemprevivas, sobre el grisú entre minas posó manos. Mano ventral, decúbito, entre erizos, entre géiser flotando oro fecal. Yo no osaría –dijo–, pero él. Las manos sobre el ígneo. Las denodadas adoleciendo aún en sus cutículas. Los dedos llenos de alba. Incluso no despiertos como rayos mas en táctiles chispas, en táctil tic de yemas ovulando. Qué espeso huevo el tacto de la fe. Las manos sobre el fuego, de la fe. La furia opositora contra el cauto que conminando interdicciones teje. Sagradas gracias, sí, contra los guantes; contra la disforia del amianto la en fuego euforia, quemadura, gracias.


Víctor Sosa (Uruguay, 1956)
Poeta, ensayista, teórico de arte y de literatura, pintor y traductor de la lengua portuguesa. Es uno de los poetas más relevantes del actual neobarroco en lengua española. Desde 1983 vive en la Ciudad de México y en 1998 adquiere la nacionalidad mexicana.


Entre sus publicaciones se destacan Sunyata (1992, poesía); Gerundio (1996, poesía); La flecha y el bumerang (1997, ensayos); El Oriente en la poética de Octavio Paz (2000, ensayo); Decir es Abisinia (2001, poesía); El impulso, inflexiones sobre la creación (2001, ensayo); Derivas del arte contemporáneo en México (2003, crítica de arte); Los animales furiosos (2003, poesía); Mansión Mabuse (2004, poesía); La saga del Sordo (2006, poesía); la antología Sunyata & outros poemas (2006, publicada en Brasil, edición bilingüe); Nagasakipanema (2011, poesía), entre otros.