martes

Ruth Fernández (1919-2007)


Ruth, te escribo porque solo hablándote puedo hablar de ti. Sospechaba que ya te habías ido pero no fue sino hasta hace dos semanas que confirmé tu muerte, inmediatamente llamé a F. y le conté atropelladamente nuestra amistad.


Pasan las horas y he recordado esas tardes del 2002, ese piso tuyo de Sarmiento, cerca a Once, recordé tu casa/museo, los monólogos hermosos donde me contabas de ti: tu amistad con Olga Orozco, tus visiones, el laburo con Sábato, tu Buenos Aires de mediados del siglo pasado, la implacable amistad de Enrique Molina, y siempre el silencio al hablar del padre de tus hijos, el amor te había devastado y se notaba esa hoguera.

Te conté que amaba (amo) a Pizarnik y no te gustó mucho, no por su poesía, no te gustaba la fama que tuvo por su muerte, su drogadicción, pero nunca hablaste mal de su obra, yo aprendía e intentaba diferenciar a las personas de su poética. Nunca te gustó como acaparaba la atención de Olga, ella te contaba ciertas cosas, en aquellas tardes que añorabas, en la casa de Arturo Cuadrado.

Ruth, me presentaste a Julian Justribo, corazón entrañable que murió rápidamente ese año. "He enterrado a tantas amigas....", me dijiste en el velorio. Yo no fui al cementerio de Chacarita,  pero prometí ir, mas nunca lo hice, y ahora tus restos yacen también allí, ahora haz avanzado al siguiente nivel y tu corazón vuelve a latir tan rápido, como esa tu infancia salvaje en Tucumán, donde tu sombra recorrió por primera vez el mundo y penetró para siempre el poema en ti.

Una tarde del 2004 me robaron mis libros, me dejaron sin los tuyos, sin tu firma, solo me queda unos poemas sueltos, fotos y el recuerdo fabuloso de lo que en ti era una certeza: la poesía es la lengua del tiempo.
La última vez que te vi, me querías hacer un favor inédito pero el fin fue implacable, el amor siempre nos devasta.

Se te extraña Ruth, nos vemos luego.


(de Las Extrañas Criaturas)

II

Ahora sé que también soy un cuerno desolado
en un jardín distante
allí donde nacen como escalofríos
mis venas de intemperie
en el cual la carne de mis manos
ha dejado de ser
y un friso de encapuchados me señala.
Están ahí
en el justo lugar de las alturas
donde yo misma había sido diseñada
como tímida monja. Y no obstante existe
una estancia vacía un registro de la historia
que no me pertenece.
Perdida de mi canto
endemoniada por conjuros
hay delirios que vagan en espirales
mientras vienen a mi duplicados
todos los estallidos;
los restos de caras que fui dejando
en el relámpago de muecas y horizontes.



VIII

¿Mi muerte?
una encrucijada latente
al borde de mí misma.
Una vía infinita de infinitos absurdos
donde tal vez me reciban los brazos en alto de la sabiduría.

Puedo describir un pájaro oscuro
que se apoya en el vacío
cuando se despliegan los paisajes del diluvio
y se ofician los ritos más perversos.
O esta amenaza a mi libertad
que habla del exilio de las venas
royendo mi cerebro o el inútil grito de las sombras.
Quizá la justa medida donde existe lo indescriptible.
Ahora
solo mi lenguaje cuenta para aislar la boca
de este oprobio de esta profunda brecha que se abre
en el orgullo en el sin sabor acre de una diosa
que ha extraviado su canto.
Para volver a nombrar temblando
al dios inaugural de todas las conciencias.